Lo de Marcos, San Pancho y Sayulita
Tres rostros de la Riviera Nayarit
Su variada oferta turística de playas solitarias, ambiente cosmopolita y olas para surfistas, son sólo algunas muestras de lo mucho que el viajero encuentra al recorrer el mega destino de México…
La Riviera Nayarit comienza en Nuevo Vallarta y termina en San Blas. Son 160 kilómetros de playas para recorrer, donde cabe una buena cantidad de destinos que paulatinamente labran una identidad propia.
Así, de pueblo en pueblo, lo mismo encontramos playas vírgenes, que vestigios coloniales, marinas, manglares, hospedaje de lujo y otros para mochileros; spas, golf, olas para surfistas y ciudades de ambiente cosmopolita.
En la Riviera Nayarit por lo menos hay 19 puntos para visitar, por lo que resulta imposible disfrutarlos en un día. A una visita a éste, el nuevo mega destino de México y el Pacífico, bien merece dedicarle un recorrido de una semana o más, para saborear con calma cada uno de estos lugares, a los cuales el viajero se puede lanzar sin un plan preconcebido, simplemente dejándose llevar por el grado de atracción que le despierte cada uno. Porque, además, hay para todos los gustos.
Lo de Marcos… sencillo y virgen
Después de dormir en el hotel Marival de Nuevo Vallarta, capital de esta Riviera, donde hay Spas y hoteles de todo tipo; marinas, campo de golf, delfinario y avistamiento de ballenas en época de invierno, a las 8:45 horas salimos hacia el norte, rumbo a un pueblo de singular nombre: Lo de Marcos.
En este paseo el placer empieza desde la propia carretera que, a pesar de ser sinuosa y de dos carriles, regala una serie de paisajes espectaculares de tupido bosque tropical que se van sucediendo sin tregua.
Vestida con un vistoso verde, que únicamente pierde de marzo a mayo, los meses de estiaje, la selva a ratos desborda la carretera por ambos lados y en algunos tramos forma breves túneles sobre el asfalto al tocarse las puntas de la altas ramas que se inclinan hacia el centro del camino.
Pasadas las nueve de la mañana el sol comienza a tomar altura, reavivando ese verde del follaje y las palmeras que, exuberantes, todo lo llenan; untando de un barniz luminoso las copas de los árboles y llenando el paisaje de sombras y claroscuros sorprendentes.
A las 9:25 llegamos a Lo de Marcos. Su calle principal se llama “Luis Echeverría”, que inicia en la carretera y termina en una playa que recuerda al génesis. Es una solitaria y ancha franja de fina arena café, bordeada de palmeras, con unas cuantas palapas diseminadas. Algunas funcionan como restaurantes con blancas mesas de plástico y rojas sillas de Coca Cola. Todo muy sencillo.
A esta hora la actividad apenas comienza con la limpieza de los locales aún vacíos y el colocar mesas y sillas. Todo es abandono y soledad en la playa que, a falta de turistas tempraneros, se recrea sola con su espectáculo imparable de olas levantándose y reventando en la orilla.
La mañana es fresca y el humo de un montón de hojarasca que se quema por dentro, sin llamas visibles, junto con la bruma matinal, le dan al lugar un halo de somnolencia, de naturaleza que apenas comienza a abrir los ojos.
Los sonidos son aislados: el bramar intermitente de las olas domina, y entre estruendo y estruendo se cuela el grito de alguna gaviota que cruza el deslumbrante y claro azul pálido del cielo; también se escucha una canción ranchera en un radio lejano, lo mismo que una voz que viene desde algún lugar que no se identifica.
Cada minuto el mar pinta de blanco el borde de la playa con la espuma de las crestas después de estallar, como una efímera instalación que desaparece casi de inmediato.
Así son las mañanas de invierno en Lo de Marcos. Es la belleza de una playa casi virgen, donde una muchacha embarazada teje con parsimonia tumbada en la arena, recostada en el tronco de una palmera, mirando el mar. Detrás de ella está su pequeña casa de campaña.
Lo de Marcos es un diminuto poblado donde se puede pasar todo el día bajo una palapa, en la arena, en el mar, bebiendo cerveza y comiendo pescado, sin manecillas en el reloj; o donde la visita puede durar unos cuantos minutos, luego de recorrerlo y ver su cancha de basquetbol, la pequeña iglesia blanca con azulejos, el jardín público y su quiosco de piedra y tejas rojas.
San Pancho… más desarrollado
Casi pegado, a sólo once minutos de distancia se encuentra el pueblo de San Francisco, al que todos conocen mejor como “San Pancho”.
Aunque su playa es muy parecida a la anterior, este es un poblado de mayor tamaño, con un ambiente más turístico y cosmopolita. La avenida del Tercer Mundo, su calle central, la única que la cruza desde la carretera hasta el mar, es una sucesión de cafés, galerías, bares, restaurantes, joyerías y tiendas de artesanías, recuerdos y equipo para surfear, ya que sus olas son buenas para practicar este deporte.
Con más infraestructura, termina en un breve jardín con baldosas de cantera y bancas de hierro forjado, que sirven de marco para una estatua de San Francisco que sobre un pedestal parece cuidar la entrada a la playa.
Donde comienza la arena hay vestidores y regaderas, además de camastros delante de los restaurantes playeros que aquí son más grandes y numerosos.
San Pancho, por su diseño urbano, con una prolongada calle como eje axial, paulatinamente va tomando forma como un destino más sofisticado, por lo que ya cuenta con un hotel boutique con restaurante gourmet, y se encamina a convertirse en un sitio similar a la famosísima ciudad de Playa del Carmen, capital de la Riviera Maya, en Quintana Roo, y su Avenida del Tercer Mundo tiene todo para repetir la historia de la Quinta Avenida de esa localidad quintanarroense.
Los surfistas van a Sayulita
Más cerca todavía se encuentra Sayulita, la localidad de mayor movimiento y ambiente, tanto diurno como nocturno, de la Riviera Nayarit. Apenas cuatro minutos en auto la separan de San Pancho.
Sayulita es un destino más popular, lejano de la tranquilidad de los dos anteriores. Su larga y amplísima playa es principalmente para surfistas que llegan de todos lados de México, Canadá, Estados Unidos y Europa. De día y de noche la ciudad bulle de visitantes. Mientras hay sol, muchos sólo se broncean; otros, sentados en la arena, dedican largos lapsos a la contemplación del océano, su fuertes olas y ancha resaca de espuma, y a los surfistas que cabalgan las crestas parados sobre sus tablas multicolores.
La playa está llena de camastros, sombrillas y lugares improvisados con carpas donde alquilan tablas y ofrecen clases de surf por 350 ó 400 pesos.
Aquí sí hay casas, restaurantes y hotelitos a la orilla del mar, y los vendedores ambulantes pululan, mientras los pescadores regresan de su jornada y, con la lancha anclada en la arena, le sacan las entrañas a los pescados mientras decenas de gaviotas los sobrevuelan en círculos y se lanzan en picada a la arena cuando los hombres arrojan las vísceras. Crudo espectáculo. Fascinante.
Todas estas imágenes: turistas al sol, surfistas, vendedores, pescadores, hoteles, restaurantes, le dan un sabor especial a Sayulita, convirtiéndolo en un destino peculiar.
Así, estos tres sitios, cada uno con su personalidad, son únicamente una muestra de lo mucho que se encuentra en la Riviera Nayarit y una nueva vista al mar que recomendamos ampliamente.