La muerte y otros festines
En estos días, como buenos mexicanos en busca de pretextos para festejar, sacamos lo mejor en compañía de los nuestros y nos reímos de nosotros mismos a manera de calaveritas, con un buen tamal, un excelente mole y un delicioso pan de muerto para degustar.
La falta de luz limita mi visión. Lo que me deja con tan sólo cuatro sentidos para navegar por el entorno donde me encuentro. Cantos de melancolía y tristeza llegan hasta mis oídos. Boleros por un lado, mariachi por el otro, a lo lejos se escucha la banda y casi imperceptible pero presente, la marimba. La música aligera el velar de los presentes y deleita a las almas de quienes algún día se fueron y regresaron como cada año, a recordar.
Aromas a pasto seco, cenizas y lodo, incienso viejo, copal, flores frescas y marchitas llegan a mí. Una ráfaga de aire frío me ataca por la espalda, provocando una sensación de escalofrío, lo que sin aviso, eriza mi piel. Nadie más que la obscuridad reina esa noche, la obscuridad y sus aliados: El frío, la neblina, sonidos extraños y sensaciones de presencias desconocidas. Uno intenta aminorar el miedo iluminando con veladoras, opacando los sonidos de la noche con el son de los músicos y convidando del banquete a las visitas del más allá.
Después de un largo caminar, casi a siegas, intentando reconocer el camino a tientas, hemos llegado al punto de reunión. Hace más de diez años que en vísperas de este día nos reunimos todos a cantar, a recordar y agasajar a los que ya no están.
Cada uno de los presentes hemos traído algo desde nuestros pueblos: Bellas flores amarillas para adornar el lugar, papel picado de colores para agregar un poco de folklore y júbilo al evento, copal e incienso para ahuyentar a los malos espíritus, cuatro veladoras representando los puntos cardinales y con ello guiar a los muertos en su camino. Un vasito de agua para quitarles la sed a los viajeros del inframundo, un puñito de sal, el petate, que primero fungirá como mesa y después como cama. De vez en cuando cargamos con la foto del muertito para recordarlo tal cual era en sus años mozos. El perro negro y las monedas nunca pueden faltar, que serán la compañía del fallecido y lo necesario para pagar por transitar el camino de regreso. Y lo más importante, la comida.
Comida y ofrenda
“Hay tres cosas que por nada del mundo puede faltar en estos días: los tamales, que son como el cuerpo; el mole, que es la sangre y el pan de muerto; que son los huesos. Todo lo demás, es lujo”.
Año con año, éstas eran la palabras que mi abuela repetía. Y es esa la regla de oro que hemos de seguir. Algo curioso, es que en estos días todos buscamos lucirnos de alguna manera, haciendo el guisado más rico o el pan más suavecito, siendo la comida para los muertitos, festines que se hacen con amor, que buscan encantar y ser recordados durante todo el año. Para un año después volver a deleitar a los que se adelantaron y regresan de vez en vez.
Al centro y adornando con su rico colorido, la canasta con fruta de la estación, atole y pinole para aligerar el frío, pozole para los músicos, tamales y mole para el muertito. El itacate, claro, para el viaje de regreso. Chocolate y buñuelos para los niños. Pulquito, tequila y mezcal para los que aún sufren la partida. Y calaveritas de azúcar y amaranto p’al postre.
Un poco de historia
En México, en cuanto a comida se refiere, existen dos elementos icónicos dentro de la celebración del Día de Muertos: el pande muerto y las calaveritas de azúcar, las cuales fascinan a todos pero que pocos sabemos de dónde vienen o porque existen.
El pan de muerto hace referencia a rituales llevados a cabo en épocas precolombinas, cuando se acostumbraba hacer sacrificios humanos y ofrecer a los dioses el corazón aún latiendo a sus dioses. Con la llegada de los españoles y su rechazo rotundo a dicho ritual se optó por elaborar un pan en forma de corazón y pintarlo de rojo. También se dice que los antiguos habitantes de territorios mexicanos solían enterrar a sus muertos con un pan hecho a base de semillas tostadas y molidas de amaranto mezcladas con sangre del sacrificio, lo que después se ofrecía a los dioses. De ahí la idea del pan de muertos, el cual en la actualidad toma forma redonda haciendo referencia al ciclo de la vida y los huesos a la muerte.
Hoy en día para la elaboración de dicho pan se utilizan ingredientes como la harina, azúcar, huevo, mantequilla, ralladura de naranja, agua de azahar, levadura y sal. Con ciertas variaciones según el panadero o la región. A lo largo del territorio nacional, gracias a su vastedad, existen variantes del pan de muerto. Un ejemplo de ello es el turulete de Chiapas; de Puebla tenemos los tlacotonales, pambazos poblanos y el pan catarino., así como el pan de hule de Michoacán.
En cuanto a las calaveritas de azúcar se refiere, remontándonos igualmente a tiempos antes de la Conquista, los cráneos humanos eran acompañamiento funerario y ofrenda para los dioses. Diversas civilizaciones prehispánicas solían apilar cráneos humanos dentro de templos y lugares sagrados. De ahí, se cree, parte la costumbre de incluir dicha representación en las celebraciones a los muertos de estos tiempos, dándoles forma primeramente con amaranto, azúcar y después chocolate. Esto busca reflejar la dulzura de la vida después de la muerte.